En
el castillo no dejan de hablar del Cid. Esta mañana han venido los
juglares y nos han entretenido con sus saltos y sus cantos... Yo,
ciertamente, estoy bastante aburrida. Después de haberme divertido
tanto, ahora todo se ve de color negro. Parece como si, con la marcha de
los juglares, toda la alegría se hubiese evaporado del castillo.
Mis
pasos resuenan sobre la roca del pasillo. Estoy recordando. Cuando era
pequeña solía jugar con los hijos de los campesinos, si bien mi padre me
solía castigar con una buena azotaina. Con el tiempo, cada vez podía
hacer menos escapadas. Tenía que quedarme dentro de mis aposentos o en
el cuarto de costura y tejer o coser. Aún hoy me veo obligada a hacerlo.
Es aburridísimo.
-¡Isabel!
Mi madre me llama. No puedo encontrar una excusa para no acudir, así que voy.
Esta
vez toca lavar. Sujeto los calcetines de mi hermano mayor en una mano y
el jabón en la otra. Me agacho y, sobre la piedra lisa, froto y
refroto, al igual que mi madre y otras mujeres que no dejan de
parlotear. Yo me eclipso. Sueño con el Cid. Me imagino que soy su mujer,
y no esa doña Jimena. Pienso que sus ojos azules me miran con aprecio y
me dice: "Tú y yo podemos cambiar España". Entonces el sueño cambia. Yo
lloro y él, arrojando la espada, me abraza. Apoyada en su hombro
robusto, suspiro:"Nunca seré algo más que una carga para ti... pues sólo
soy mujer. No sé luchar y...".
-¡Isabel! ¡Isabel!- es mi madre, que me zarandea -. Como sigas lavando esos calcetines vas a desgastarlos.
¡Maldita
sea! Ya vuelvo a estar despierta. Al desaparecer el hombro consolador
del Cid, las penas me muerden. Agobiada, descubro que nunca seré algo
más que una vulgar mujer. No sé hacer nada, aparte de coser, tejer y
lavar calcetines... Cuando sea mayor, me casaré con un noble al que daré
hijos, y quizá sean conocidos por su bravura y su honradez. Pero, ¿y
yo? Quiero ser alguien. Envidio a los soldados del Cid. Al menos ellos
viven para una causa.
-¡Isabel! -mi madre echa humo por la nariz-. Concéntrate o te remojo como a una falda sucia.
Me veo obligada a concentrarme en la labor.
Las tardes transcurren en el cuarto de costura y esta no va a ser una excepción.
Me
sitúo frente a la ventana. Así, al menos, podré ver un poco de la vida
exterior. Las comadres se sitúan a mi alrededor y mi madre no me quita
el ojo de encima. Así es que me dedico a coser y, al poco tiempo, mi
madre no se acuerda de mí. Ahora resulta que están hablando de mi futuro
marido: el conde Felipe, al que yo apodo "el muerto" porque es un
cobarde y no tiene sangre en las venas. Yo, que más de una vez oí hablar
del tema, trago saliva. La cosa va en serio. El conde me quiere
comprar. Yo no tengo escapatoria. Seré una máquina de parir y mis hijos
aparecerán en la Historia y yo... no seré nada. Eso me asusta.
Las
mujeres comentan la suerte que tengo. Dicen que ha sido muy galante y
bueno con sus anteriores mujeres... Yo pienso: "¡A saber qué les habrá
hecho para que se murieran tan rápido!". No seré una esclava. Puede que a
mi alrededor haya muchas chicas que quieran estar en mi lugar. Ellas se
resignan a su suerte. Incluso encuentran romántico eso de casarse con
un noble. Yo no. Yo soy la típica chica rebelde que quiere ser como un
chico. Hay pocas como yo, pero ¡qué se le va a hacer!
Mi aguja se mueve más despacio y mis manos tiemblan de emoción.
Una
mosca acaba de entrar en el cuarto. Se posa en las labores de todas y
nos fastidia con su "zuuuuuummm...". Entonces yo me autodeclaro
liberadora de mis congéneres, librándolas del bicho. Ellas siguen a lo
suyo. Yo me quito la zapatilla y persigo a la mosca hasta que llegamos a
la ventana. En ese momento, al tiempo que la mosca sale, yo dejo caer
mi zapatilla fuera.
-Señora- digo a mi madre -.¿Puedo ir a recoger mi zapatilla, que se me ha caído en un descuido?
-Cógela, ve.
Mi madre está riéndose con sus doncellas, así que me da permiso de buen grado.
Salgo
de este cuarto de tortura y me precipito hacia las escaleras. Casi me
caigo, pero logro salir afuera, levantando un poco la falda para correr.
El
sol brilla, los pájaros pían, y yo me siento libre y feliz. Avanzo
entre la hierba y, a mi paso, los campesinos me miran asombrados y
cuchichean. A mí me da igual. No es la primera vez que voy por aquí. Al
fin llego. Sin embargo, no veo la zapatilla por ningún lado.
De pronto, oigo:
-Disculpad, señora...
Me
doy la vuelta y descubro que, tras esa voz grave hay un chico de mi
edad, alto y apuesto, que me mira con sus dulces ojos oscuros.
-¿No me reconocéis?- me dice, esta vez más bajo.
Yo niego con la cabeza.
-Soy tu amigo, el campesino Rodrigo, ¿recuerdas?
¡Ahora
sí que me acuerdo! Él era mi mejor amigo. Jugábamos a cualquier cosa
juntos. Nos divertíamos revolcándonos en el barro y tirándonos palos.
Sí... Pero luego nos separamos, no sé por qué. Quizás fuera cosa de mi
padre. El caso es que, después mis escapadas eran para reunirme con
dos gemelos: una niña y un niño. Nos lo pasábamos bien, pero ahora sé
que no tanto como con Rodrigo...
-¡Por cierto! Tienes el nombre del Cid.
Él sonríe, como diciendo: "Para lo que me sirve..." y se aparta el oscuro mechón que cae sobre su frente.
-Al fin volvemos a vernos- digo inconscientemente.
Él
asiente. Siento que nos miramos de forma distinta a como lo hacíamos
antes. Permanecemos así un largo momento. Él con mi zapatilla en la mano
y la cabeza un poco inclinada, y yo, en claro contraste con él, con mi
pelo rubio y mirándole con ojos verdes.
-Será mejor que os dé la zapatilla...- él sonríe entre dientes.
-Tienes
razón. Mi madre me va a matar como sepa que he bajado hasta aquí sin
ponerme el sombrero. Ella quiere que mi piel se conserve blanca...- digo
mis pensamientos en voz alta.
-Vuestra piel es blanca. No hay que preocuparse.
Volvemos
a estar en silencio. Yo admiro su atractivo rostro moreno y curtido por
el sol. Me pregunto por qué no nació él noble. Gustosamente me habría
casado con él... Se me ocurre una idea.
-Quedemos aquí mismo hoy cuando anochezca.
-¿Para qué? Ya sabes que si nos ven juntos, me ahorcarán.
-Para huir.
Él
asiente, pero no sonríe. Yo comprendo su pesar. He visto cómo ahorcaban
a un hombre por robar un caballo. Es horrible. No permitiré que le
hagan lo mismo a Rodrigo.
Apretando
la zapatilla en una mano, llego a la puerta. Allí me calzo. Por suerte,
nadie nos ha visto a mí ni a Rodrigo. Todos están muy ocupados
preparándose para lo que, dicen, va a ser una gran batalla entre moros y
cristianos.
Mientras
subo las escaleras, elaboro un plan para que no nos capturen los moros.
Tendremos que ir al norte, allá donde no se atreven a pisar. Yo, por mi
parte, como hija de un gran señor, sé montar a caballo. Me enseñó mi
hermano mayor y yo se lo enseñaré a Rodrigo para que me releve durante
la noche...
Llego al cuarto de costura, donde mi madre y las doncellas siguen parloteando. Mi madre levanta la cabeza:
-¿Qué te ha pasado? ¿Estaba muy escondida la zapatilla?
-Pues sí, señora.
Y
a continuación le pinto un relato a grandes trazos de las aventuras que
tuve que correr para encontrar la zapatilla. Sin embargo, a mi madre le
parece más interesante la conversación que mantiene con sus comadres,
así que hace oídos sordos a las mentiras que le cuento y yo sonrío,
aliviada. Me siento en la silla y coso como una más.
Al
llegar la noche y ya en mi aposento, me levanto de la cama. El frío me
cala hasta los huesos. Alcanzo la gran capa azul oscuro que me servirá
para confundirme con la noche, y me envuelvo con ella.
Cierro con cuidado la puerta de mi aposento y camino despacio, con el corazón encogido.
Ya
he pasado por delante de las habitaciones. Ahora bajo las largas
escaleras. En el vestíbulo veo aquí y allá cuerpos dormidos. Los esquivo
y salgo al exterior.
Tengo
ganas de gritar de alegría. Pero me contengo. Voy al establo y saco a
mi caballo blanco. Le acaricio la frente y me sigue sin oponer
resistencia. Ya está ensillado y con los arreos puestos, porque anoche
mi hermano salió a montar y se le olvidó quitárselos. Así que monto a su
grupa y troto por el campo, escudriñando en la oscuridad.
Entonces, distingo una figura aproximándose y galopo hacia ella. No me equivocaba: es él.
-Vamos, sube- le digo.
Y
él me obedece. Se aferra a mi cintura para no caer mientras yo le
explico cómo se maneja un caballo. Él me contempla admirado y aprende.
La
noche transcurre tranquila. Al atisbar el alba, paro el caballo y
bajamos. Entonces le doy las riendas a Rodrigo. Para ser un principiante
no lo hace mal, así que me confío y aprovecho para echar una cabezadita
recostándome contra su pecho. Lo último que percibo antes de dormirme
son los acelerados latidos del corazón de mi amigo.
Cuando despierto seguimos cabalgando. No se ven moros. Y yo vuelvo a quedarme dormida.
De repente, oigo un grito:
-¡DESPIERTA!
Ya
lo estoy. El caballo corre a una velocidad endiablada. Me agarro al
cuello del corcel para no caer. Miro por encima del hombro y veo una
densa nube de polvo a lo lejos. Son jinetes.
-No tardarán en alcanzarnos. ¿Tienes armas?- me pregunta.
-No, ¿y tú?
-No.
-Entonces... estamos perdidos.
Rodrigo redobla la velocidad del caballo. Sin embargo, yo creo que es cuestión de tiempo que nos alcancen. Y así es.
Pero no son moros. Son cristianos.
-¡Para!- le digo al oído.
Los caballos de nuestros perseguidores se detienen y el hombre que va a la cabeza se desmonta. Avanza hacia nosotros.
-¿Qué hace una muchacha hermosa como vos huyendo con un campesino?
-¿Y quién sois vos?
-Soy Rodrigo Díaz de Vivar.
Casi estallo de alegría.
-Estábamos huyendo. Temíamos que fueseis moros.
Él ríe. Tiene una risa maravillosa.
-Será mejor que cabalguemos juntos. Esta tierra está llena de moros. Ha sido una suerte que no os raptaran.
Yo asiento. Entregan un caballo negro a Rodrigo, el chico, y a mí me dejan con el mío.
Cabalgamos juntos. Me siento como una soldado. Solo me falta...
-Vos, ¿tendríais un arma que os sobrase?
-Yo no doy armas a las mujeres, y menos si son hermosas.
Su cabeza se ladea orgullosamente.
-¿Y por qué?
-Porque las mujeres son peligrosas, sobre todo las hermosas. Solo las usan para hazañas egoístas y pasionales.
Yo
trato de convencerlo, pero es imposible. Viendo cómo están las cosas,
me retiro. Llego a la parte de la cabalgata en la que los caballos tiran
de los tesoros de guerra. Sin que nadie me vea, cojo una espada.
Tras
varias horas de marcha, por fin vemos moros. Tratan de asaltar un
castillo. Y parece que lo están consiguiendo. Entonces, con un grito de
guerra, el Cid se lanza a por ellos. Momentos antes me había advertido:
-Vete de aquí. Tú- añadió, dirigiéndose a Rodrigo -. Ten. Toma una espada. Vendrás con nosotros a luchar.
Rodrigo le miró con cara de pocos amigos pero, ante la insistencia del Cid, cogió la espada y fue tras él.
Sin
embargo, yo no hago caso y, ciñendo la espada, cabalgo hacia el
peligro. Rodrigo, mi amigo, me ve y trata de impedírmelo. Pero ya es
tarde. El entrechocar de las espadas aviva mi espíritu aventurero y,
como una loca, la melena al viento, me lanzo sobre un moro desprevenido y
le atravieso. La sensación no es tan agradable como esperaba, sino más
bien siento repulsión y dolor al escuchar el alarido del hombre.
Intento
dar la vuelta pero estoy rodeada de espadas y batallas. Durante un
instante, veo a Rodrigo, que avanza, abriéndose paso con la espada,
hacia mí. El Cid se da la vuelta y cabalga hacia él con expresión
asustada. Rodrigo no se da cuenta del peligro. Entonces el Cid corta la
cabeza a un moro que se disponía a arremeter contra Rodrigo. A su vez,
un moro herido lanza su espada a la pierna del Cid, con tal mala suerte
que mata al caballo. Yo me aferro al cuello de mi caballo, cerrando los
ojos, pues no quiero ver más sangre. Los gritos estallan en mis oídos,
pero, al cabo de un tiempo, se apagan.
Al abrir los ojos, veo a Rodrigo con un corte en la frente y al Cid con la pierna sangrando.
-Hemos derrotado a los moros, pero nos ha costado caro salvaros, mi señora- sonríe el Cid.
Las lágrimas inundan mis ojos.
-Os recompensaré- murmuro.
Dicho esto, comienzo a rasgar el extremo de mi vestido.
-¡PERO QUÉ HACÉIS!- me grita el Cid.
-Voy a curaros. ¿Hay algún río por aquí?
Un hombre me señala una corriente.
-Acompañadla, por si acaso- ordena el Cid.
Este
hombre empieza a parecerme un poco fastidioso, aunque no por ello deja
de ser valiente y bueno. Mojo los trozos de tela en el arroyo y regreso,
seguida por la vigilancia de un soldado.
Después
me dedico a rasgar tela, mojarla en el río y lavar las heridas. Al
principio no aceptan mi ayuda, pero, al comprobar que no hay otra
alternativa, se rinden. Mientras tanto, me cuentan que Rodrigo recibió
un tajo en la cabeza al tratar de guiar mi caballo entre los numerosos
heridos. El Cid acabó con el agresor. Y así terminó todo. Sangre, mucha
sangre, y la victoria, una vez más, del Cid Campeador.
Por fin reemprendemos la marcha. Los días pasan y se parecen.
A escondidas he aprendido, con un soldado, a manejar la espada. Me he
armado con la armadura del enemigo y he luchado como un soldado más. El
Cid no deja de reprenderme. Sin embargo, espera más valor de Rodrigo, al
que siempre ha de socorrer en los combates.
Un
día, hablando de esto Rodrigo y yo, este me confesó que no le agradaban
las batallas y que desaba llegar al norte cuanto antes. En parte, le
entendí perfectamente. Los moros no son como los pintan en los relatos,
son tan humanos como los cristianos. Ahora sólo les hiero si me atacan.
Con el tiempo, llegamos al norte. Aquí no hay moros.
-Bien, aquí queríais llegar. Ahora me despido- el Cid se baja del corcel.
No
sé cuánto tiempo ha pasado desde que conozco al Cid, pero creo que
mucho. Al menos siento haber crecido, si no en altura, al menos en
valentía y madurez.
El
Cid hinca la rodilla en tierra y me observa con una mirada parecida a
la que imaginé hace tiempo en un sueño. Yo bajo la mano y él la besa con
delicadeza.
Hecho
esto, se levanta cuan alto es y se aleja. Monta en su caballo y se
marcha, despidiéndose con la mano, hacia las tierras del sur. Sus
hombres le siguen y, al poco, no son más que una nube de polvo.
He
dudado un momento y luego me atrevo a mirarme. Tengo el vestido hecho
unos andrajos, el pelo sucio y lleno de polvo, y no hay ni rastro de la
armadura o la espada.
-Señora. Señora, ¿me dejáis montar en vuestro caballo?... ¿Señora?
-Sí, sí.
Entonces él conduce mi caballo y me lleva a un denso bosque.
-¿Qué hacemos aquí?
-Vamos a construir una cabaña, así nunca sabrán que vivís.
La
decisión es difícil y él me mira con sus ojos interrogantes. Pero
decido que ya he vivido suficientes aventuras y que no estoy dispuesta a
casarme con el conde, y acepto.
Tardamos bastante en construir la casa, pero lo conseguimos al llegar la noche del día siguiente.
Nos
miramos largo tiempo, satisfechos. Entonces, en nuestras miradas se
abre paso el amor sincero, oculto en el corazón durante tantos días y
noches... Él me coge la mano.
-¿Estarías dispuesta a...? -se detiene, incómodo-. Disculpa.
Mira hacia el suelo, seguramente para comprobar que no hay ninguna serpiente junto a sus pies, y se arrodilla.
-¿Estarías dispuesta a casar...?
-Claro que sí- respondo, con una risa -.Pero a cambio de una cosa.
Su mirada se ensombrece.
-A cambio de que no vivamos como las bestias salvajes, a pesar de convivir con ellas en el bosque-. replico con una sonrisa.
-Los únicos que viven como bestias son los soldados, que no dejan de cortar cabezas, brazos...
-¡Oye!
-Sí, sí. Ya sé que son tus dioses, pero...
-Te voy a dar...
Y así, con este amor sincero que se profesan los enamorados, nos alejamos en busca de un clérigo y un arroyo.
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